Para entender la trama detrás del homicidio de Vicente Ferrer es necesario develar el sistema macabro de la empresa: cada vez que alguien roba mercadería los empleados deben pagarlas de su sueldo y pueden ser castigados.
Para entender la trama detrás del homicidio de Vicente Ferrer después de escapar con alimentos del Coto de San Telmo es necesario develar la macabra estrategia de la empresa para no perder un peso: el sistema de castigos y maltratos a los empleados que la socióloga Paula Abal Medina estudió durante más de una década. Uno de los entrevistados por la académica lo dice claro: “Coto nunca pierde”.
Cada vez que hay un faltante de mercadería en una sucursal el responsable es el jefe de sector. Si alguien se roba un queso el encargado de lácteos debe pagarlo de su sueldo y él y los miembros de su equipo pueden recibir una suspensión temporal o una degradación del cargo. Eso explica -en parte- la inexcusable violencia con la que responden los empleados ante un intento de hurto; eso explicaría por qué dos trabajadores persiguieron a un jubilado y le pegaron hasta matarlo.
Motivado por su afán de evitar descuentos un joven había desarrollado un método de tortura particular. Cada vez que le avisaban que habían agarrado a alguien robando mercadería de su sección los hacía encerrar en una cámara de frío a 21 grados bajo cero y les apagaba las luces. “Está oscuro, tienen miedo y frío. Ese tipo no vuelve más”, explicó. Otros empleados de Coto preferían encerrarlos en cuartitos donde los golpeaban o los maltrataban. “Llega un momento en el que vos decís ‘yo no quiero perder, no quiero que me falte plata, y así es como te vas uniendo a todo eso. Después te terminás riendo, lo contás como una hazaña o como algo gracioso”, explicó un ex encargado. La empresa daba vía libre para que cada uno desarrollara sus propios métodos.
Los testimonios forman parte del libro “Ser sólo un número más. Trabajadores jóvenes, grandes empresas y activismos sindicales en la Argentina actual”, en el que Abal Medina incluyó varias de las decenas de entrevistas en profundidad que realizó entre 2001 y 2010. “Coto era el orden de la ilegalidad, allá por el 2001. Y vuelve a serlo cada vez que le resulta posible”, contó la socióloga.
“En esa empresa funciona un dispositivo que llamé de ‘exaltación de la debilidad del trabajo’ que transforma situaciones límite de este tipo en algo rutinario. Es decir: no siempre desembocan en la muerte, pero sí crean un sufrimiento y una indefensión descomunal”, explicó Abal Medina.
Empleados cumplidores
El relato oficial que difundió la Policía de la Ciudad sobre la muerte de Vicente Ferrer en San Telmo dice que “una empleada de una panadería próxima al lugar indicó que previa a la detención los empleados de seguridad le habían efectuado gran cantidad de golpes de puño, en momentos que el sujeto intentó arrojar la botella de aceite que tenía en sus manos hacia uno de ellos, sin lesionarlo”.
En este relato aparecen dos personas: un empleado directo de Coto y un empleado de seguridad de una empresa tercerizada que recibe órdenes de la cadena de supermercados: Gabriel de la Rosa, de 23 años. “El cumplió con el protocolo que es proteger que no se lleven las cosas. Civilmente se puede retener a un individuo que hurta, no detener: se llama arresto ciudadano eso”, dijo a Cosecha Roja Alejandro Broitman, abogado defensor del joven.
Según su defensor, la foja de servicio de Gabriel de la Rosa es intachable respecto de todos los exámenes psicofísicos y jamás tuvo una sanción: “Si cumple mal con sus funciones corre el riesgo de ser despedido. Él está para cuidar que la gente no se lleve cosas del supermercado. Ésta persona traspasó la línea de cajas sin compra alguna pero llevaba entre sus ropas la mercadería. El protocolo que el tenía que cumplir era pararlo y llamar a la policía, que es lo que hizo”.
Del emprendimiento familiar al arsenal Coto
Alfredo Coto aprendió de su padre Joaquín los conocimientos sobre comercialización de carne. Desde 1987, cuando inauguró su primer supermercado, inició un crecimiento sostenido que convirtió a su empresa en una de las más importantes de la país. Hoy la cadena tiene 120 sucursales extendidas en la Ciudad de Buenos Aires y el Conurbano, otras localidades de la provincias y las principales ciudades del interior.
La empresa sobrevivió a la hiperinflación y los saqueos del fin del alfonsinismo y a la década menemista. En los estallidos de diciembre de 2001 pequeños y grandes comercios fueron blanco de los saqueos. El dueño de Coto discó el teléfono de Ramón Mestre, ministro de Interior de De la Rúa, para pedirle protección. Según declaró ante el juez Norberto Oyarbide no tuvo la ayuda deseada. El empresario convirtió a sus empleados en ejércitos armados con palos para defender cada una de las sucursales. De un lado, el pueblo hambriento. Del otro los trabajadores que podían convertirse en nuevos desempleados.
El estallido de diciembre de 2001 le dejó a Alfredo Coto una enseñanza: en un país de crisis frecuentes su cadena de supermercados era un blanco fácil para las masas hambrientas. “Coto es una empresa y la asistencia social no es una tarea que nos corresponde a nosotros”, dijo en una entrevista en esos días. A partir de ese momento comenzó a prepararse para resistir un eventual intento de saqueo. ¿Cómo? Comprando armas en el mercado ilegal.
En 15 años la familia Coto acumuló ametralladoras, rifles, escopetas, pistolas, revólveres, armas antitumultos, chalecos antibala, 22 cascos, 29 escudos antitumulto, 227 granadas y más de 3 mil municiones que escondieron en un depósito en la casa Central de Caballito. El arsenal fue descubierto de casualidad por un grupo de inspectores de la Agencia Nacional de Materiales Controlados (ANMaC), el organismo que controla la tenencia y comercialización de armas.
Según explicó el periodista Diego Genoud en la revista Crisis, de la declaración de los empleados se desprende que las armas eran para reprimir posibles saqueos.
Un engranaje militar de mandos
“Cuando llegás a jefe tenés que ser un hijo de puta, si no, no servís; es así”, le dijo a Abal Medina un ex encargado del sector de lácteos. Para mantener firmes las estructuras internas de poder la empresa fomenta la competencia y la exacerbación de diferencias jerárquicas, no sólo a través del sueldo sino también en el color de los uniformes y en la disposición de las oficinas.
Los auxiliares, supervisores y gerentes controlan y sancionan a los trabajadores a través de controles visibles, directos y constantes, controles que se ejercen exaltando a la vez la autoridad de quienes los ejercen y la subordinación de quienes los padecen. Existen procedimientos obligatorios estipulados para cada puesto, una gradación de sanciones descendentes, aseguran un ejercicio ilimitado de poder de los mandos superiores sobre los inferiores. Abal Medina lo explica con detalle en “La exaltación de la debilidad del trabajador como singularidad histórica del capitalismo neoliberal”, donde desgrana el caso Coto:
“Los encargados de sector deben rendir cuentas mensualmente de sus balances en estas reuniones a las que a veces también asiste el dueño de la empresa. Un nivel de ventas en el sector que la empresa considera menor al esperado, desencadena una multiplicidad de sanciones: desde una disminución salarial hasta un descenso”.
El efecto derrame de la cadena de violencias que sufren los empleados de Coto se descarga en forma piramidal: del empresario a los jerárquicos, de los encargados de área a los repositores y guardias de seguridad. Sólo de esta manera puede explicarse que un hombre que se lleva sin pagar un queso, un aceite y dos chocolates termine muerto a golpes.
FUENTE: Cosecha Roja